domingo, 31 de agosto de 2014

Los trenets valencianos (y IV): los "belgas"

En anteriores entradas me he ocupado de las distintas series de vehículos de la Compañía de Tranvías y Ferrocarriles de Valencia (CTFV) que encontré en la visita que hice a la estación valenciana de Pont de Fusta en agosto de 1983. Si, en la última entrada dedicada a los miles, me maravillaba de las sucesivas transformaciones que sufrieron estos vehículos para obtener de ellos el mayor rendimiento posible, no desmerecen en absoluto todas las que se hicieron a los denominados belgas con los que finalizo esta pequeña serie dedicada a algunos de los trenets más representativos.

Composición de belgas 3401/3402 en Valencia-Pont de Fusta. Agosto de 1983

Es curioso ver cómo unos tranvías fabricados en Bélgica para la ciudad rusa de Odessa, y a la que no pudieron llegar por avatares de la Primera Guerra Mundial, acabaron en su inmensa mayor parte a España después de servir muchos años en la propia Bélgica y sufrir ya allí distintas transformaciones. En 1971, FEVE, que se había hecho cargo de la vía estrecha valenciana, adquirió un conjunto de estos vehículos, en concreto 12 coches motores y 6 remolques. Con ellos se formaron seis composiciones indeformables que fueron entrando en servicio con bastante lentitud a partir de julio de 1972, pero que ayudaron a mejorar sustancialmente los servicios de FEVE en las líneas del sector norte de la red valenciana de vía estrecha. Además, ofrecían algunas comodidades desconocidas hasta entonces en ella tales como calefacción eléctrica, asientos tapizados e iluminación fluorescente. Fueron los seis primeros trenes de la serie 3400/6400.

A principios de los 80 el antiguo ferrocarril del Carreño, ya también bajo la tutela de FEVE, que también había recibido vehículos belgas, procedió a una amplia renovación de material y se enviaron a Valencia varios coches motores y remolques que allí habían causado baja. Los había en estado de prestar servicio, otros necesitaban reparación y alguno estaba inservible. Pero, siguiendo la tradición, se aprovechó todo lo aprovechable y se obtuvieron otras cuatro composiciones de tres vehículos cada una. Aunque he leído varias veces en el excelente artículo que sobre estos vehículos escribieron  Antoni Blanch y Javier Roselló en los números 14 y 15 de la revista Carril, todas las maniobras que se llevaron a efecto incluyendo motorizaciones y desmotorizaciones de belgas tanto de la CTFV como del Carreño, no soy capaz de describirlas en detalle por su complejidad. 

Curiosas y esforzadas maniobras en el depósito de Valencia (Fotografía cortesía de Juanjo Olaizola)

En 1984, FEVE decidió prolongar unos años más la vida útil de los belgas y encargó a MACOSA una profunda rehabilitación que afectó tanto a partes eléctricas como al interiorismo y, además, se cambió la librea a los nuevos colores crema y rojo. Fueron volviendo de nuevo al servicio entre septiembre de 1985 y junio de 1986. Se obtuvieron así unos trenes mucho más eficientes, cómodos y agradables que se mantuvieron operativos hasta el cierre de su línea el 31 de enero de 1990 ¡Solo cinco años después de su transformación!

La composición 3417+6409+3418 en un servicio Valencia-Rafelbunyol (Foto: Carril)

En julio de ese mismo año, Werner Meier obtuvo esta impresionante fotografía con los 3400 ya inactivos y puestos a la venta por la nueva compañía Ferrocarrils de la Generalitat Valenciana (FGV):

Los "nuevos" 3400 esperan su oscuro porvenir en julio de 1990 (Foto Werner Meier)
Pero los belgas, que tantas transformaciones y vicisitudes habían pasado no se resistieron a morir facilmente. Si bien ninguna de las unidades está operativa e incluso varias han sido desguazadas, otras han sido conservadas aunque de forma en general poco ortodoxa. Aún con la excelente ayuda de Listadotren es difícil conocer la situación actual. Parece ser que el desguace afectó a siete aunque entre ellas figuran las 3411 y 6410 que según algunas fotos son las que se trasladaron a Pravia para llevar a cabo la famosa experiencia del tranvía de hidrógeno. Una experiencia sobre la que desconozco su estado actual tras los "terremotos" experimentados en la hasta hace poco FEVE, actual RENFE-ancho métrico.

Un belga en la estación de Pravia en el verano de 2012 esperando su transformación en "tranvía de hidrógeno"


El belga 3411 ya transformado en tranvía de hidrógeno (Foto: Xurde Margaride)

También parece que otras doce o catorce unidades están en un solar en Alcazar de San Juan aunque en estado lamentable, al menos algunas de ellas. Hace menos de un mes di una vuelta por el exterior de esas instalaciones y sólo pude ver uno de ellos (creo que el que se muestra en la foto de mas abajo); no estoy seguro de que allí haya más.


Un belga en Alcazar (fotografía de autor desconocido)
Por su parte el 3401 parece que está almacenado en el depósito de la FGV en Torrent. El 3403 pasó a la Asociación de Amigos del Ferrocarril de Bilbao y se transformó en remolque. La composición 3405+6403+3406 está en el parque vaporista de Ribarroja y el 3416 expuesto en el Instituto de Picassent. Y por último el 3418 pertenece ahora al Museo Vasco del Ferrocarril. 

En fin, tras tanto trasiego de datos, a veces confusos, que puede que algún lector pueda aclarar, despido esta entrada sobre los belgas del trenet valenciano con esta encantadora acuarela que en su día los dedicó Martinez Mendoza en su libro Imágenes del tren: 



lunes, 25 de agosto de 2014

Un día de principios de los sesenta en la estación de Santa Cruz (y V): Los últimos trenes del día

 En  entradas anteriores hemos recordado al “tren de las nueve” , al de las “once menos cuarto”, al de la “una menos veinte” y al de las “cinco y veinte”. Con este nuevo capítulo, que recuerda a los últimos trenes del día, y muy especialmente al “de las nueve”, el último tren de Madrid a Cuenca, finaliza esta modesta aventura narrativa en la que he estado felizmente acompañado por el dibujo diestro y entrañable de mi querido amigo Santiago Almarza. 


Dejábamos el relato en el punto en que  el tren de las cinco llegaba con tanto retraso que frustraba el viaje de los que querían hacer un desplazamiento relámpago a Tarancón y volver con toda rapidez a Santa Cruz en el tren de las siete, en realidad de las siete menos veinte. “El tren de las siete” era el correo Valencia-Madrid que había salido de Valencia sobre las nueve o las diez de la mañana arrastrado por dos locomotoras de vapor tipo Mallet. Éstas lo llevaban hasta Utiel donde tomaba el relevo otra locomotora de vapor, ahora ya una Mikado, que le conducía hasta Madrid.

El tren de las siete menos veinte era, de nuevo, un tren “serio” tal como su hermano gemelo, el correo Madrid-Valencia de la mañana, el ya citado tren de las once. Llevaba coches de primera y de tercera clase pero eran de tipo metálico y algo más confortables que los de los mixtos y  semidirectos que los solían llevar de madera. A sus elegantes viajeros de primera, que en su mayoría solían venir de Valencia o de Cuenca, se les veía con frecuencia acodados en las ventanillas, ya con gesto cansado, y con ganas de llegar a Madrid cuanto antes. En cualquier caso, nunca puedo dejar de recordar que con este tren empecé a darme cuenta de que las locomotoras de vapor iniciaban su ocaso ya que fue uno de los primeros en ser remolcados por las entonces totalmente nuevas locomotoras diesel General Motors de la serie 1900. Nunca olvidaré cuando una tarde, parado con mi bici en la zona donde se estacionaría la Mikado del tren de las siete, vi aparecer por la curva del paso a nivel un “cajón” verde y amarillo que se acercaba haciendo el ruido de varios camiones. 

La General Motors 319-020 en cabeza del omníbus Madrid-Valencia durante una época en que salía de Madrid-Chamartín por obras en Atocha

Era una de esas primeras 1900 y, al estacionarse donde debía haberlo hecho la Mikado, solo recuerdo que, en vez de altas ruedas negras, bielas rojas y chorros de vapor, sólo aparecía un gran depósito de combustible con su indicador de nivel mientras todo vibraba con el ruido del potente motor diesel de casi dos mil caballos.  De algún modo me di cuenta, con un punto de tristeza, de que algo muy importante para mí comenzaba a desaparecer.

Cuando tras una breve parada el tren de las siete se marchaba -y en su caso también lo hacía el de las cinco si por su retraso había tenido que dar paso al correo-, la estación quedaba en calma durante un buen rato pero poco tiempo después comenzaba la apoteosis final del día. Y a esa, sobre todo en verano, no me gustaba faltar.

Alrededor de las ocho, el jefe de estación, gorra roja en la cabeza y banderín también rojo y enrollado en mano, salía al andén para dar paso libre al segundo Talgo Valencia-Madrid del día. Pasaba raudo y majestuoso por la vía directa haciendo sonar su sirena que, como ya he dicho algunas veces, es para mí el sonido más hermoso que ha habido en el ferrocarril español. Poco después, una manchita blanca aparecía moviéndose allá por la zona del monte de Mudela. Era de nuevo  el gorrinillo, el pequeño automotor de dos ejes con motor Ford encargado del servicio Villacañas-Santa Cruz. Ya había hecho este mismo servicio por la mañana para enlazar con un horario muy apurado con el semidirecto Cuenca-Madrid.

Un "gorrinillo" en la estación del Norte de Madrid, esperando seguramente su traslado al Museo del Ferrocarril (foto de autor desconocido)
 Ahora venía con más tiempo y se le notaba tranquilo sintiéndose protagonista. Tras estacionarse y apearse los pocos viajeros que venían en él, el conductor del automotor –el automotorista se le llamaba-  bajaba a estirar las piernas por el segundo andén y a veces se sentaba al borde del mismo acompañado en animada conversación por el jefe de estación, el guardagujas y alguna otra persona. Los recuerdo frente a mí; los observaba fijamente y me moría de ganas por saber de que hablaban imaginando que compartían grandes secretos sobre locomotoras y automotores… aunque probablemente su conversación estaría más centrada en el fútbol o en los sueldos de RENFE.

Hacia las ocho y media el jefe de estación se iba a su despacho y poco después solía sonar un  timbre. Era el aviso de que el último tren del día, el semidirecto Madrid-Cuenca, salía de Villarrubia y en unos veinte minutos estaría en Santa Cruz. El jefe tocaba la campanilla anunciando la próxima llegada, al tiempo que el guardagujas montaba en su bicicleta y se iba hacia las agujas para colocarlas en vía desviada, de forma que el tren entrara por el andén principal. Mientras tanto llegaban bastantes personas a la estación a esperar a viajeros que venían generalmente de Madrid o de Toledo; muchos de ellos eran los que se habían ido por la mañana en el  tren de las nueve menos veinte. Llegaba también  la raspa  -una antigua camioneta primero Ford y después Chevrolet- dispuesta a  bajar a la plaza cargada de viajeros y llegaban también algunos coches particulares y carretines con sus caballos trotones. Se volvía a repetir entonces de forma simétrica el bullicio de la mañana y, durante diez o quince minutos, la estación se convertía en el mentidero principal del pueblo. Mientras tanto, yo miraba insistentemente a mi derecha para ver allá a lo lejos, antes que nadie, el foco de la Mikado cuando diera la curva para enfilar directamente hacia la estación. El automotorista ponía en marcha el otro motor del gorrinillo y el mozo de estación se situaba en la zona donde se estacionaría el furgón de equipajes. La gente iba tomando posiciones en el andén calculando hacia donde se apearían las personas que esperaban y el ayudante de Luis el ordinario arrastraba el carrito hacía el lugar exacto en que él aparecería.

Entraba la Mikado, lenta y solemne, con sus retumbar de hierros y sus chorros de vapor al tiempo que un rojo incandescente iluminaba la parte baja de su hogar. Rechinaban los frenos y el tren se detenía. Durante unos segundos todo eran carreras, voces y señales por el andén; el jefe de estación observaba cuidadosamente a unos y otros pero en seguida tomaba de nuevo gorra y banderín y se dirigía lentamente hacia la locomotora. Allí saludaba al maquinista e intercambiaban algunas palabras sin dejar de observar cómo, poco a poco, el andén se iba despejando. Ahora, los viajeros empezaban a ocupar sitios en los dos bancos corridos que tenía como asientos la raspa y, si esos sitios se acababan, se acomodaban como podían, medio agachados, en el centro. Otros se dirigían a los coches y carretines y muchos emprendían el camino a pie hacia el pueblo.

La "raspa" era una antigua camioneta Ford norteamericana que hacía el trayecto entre la plaza de Santa Cruz y la estación. Algunos años después fue sustituida por otra "raspa" esta vez Chevrolet y de color verde (ilustración de Santiago Almarza)

Y a todo esto ¿dónde estaba yo? Pues esta vez, no junto a la locomotora, sino asistiendo a la penúltima liturgia ferroviaria del día. Me gustaba ver como Luis, el ordinario (el recadero) arrojaba con destreza por la ventanilla hacia su ayudante los numerosos bultos que traía de Madrid; lo hacía con toda rapidez porque el tren podía arrancar ya en cualquier momento. Mientras tanto, algunos impacientes a su alrededor preguntaban por sus encargos; a todos atendía Luis y a todos daba informaciones y razones.

El semidirecto abandonaba la estación entre pitadas, resoplidos y patinazos de la locomotora. Yo veía como el tren se sumía en la oscuridad y me parecía algo arcano y mágico ese camino en la noche hacia una mítica Cuenca, adonde llegaría casi en la madrugada. En seguida dirigía mi atención hacia el gorrinillo, donde el automotorista, muchas veces casi en solitario, encendía el foco mientras se despedía del jefe de estación y salía un poco como en desamparo –o al menos eso me parecía a mí- hacia Mudela, Corral de Almaguer y Villacañas. Con el sonido lejano del pequeño automotor cambiando de marchas, colocaba “la dinamo” sobre la rueda de mi bici y, alumbrado por la luz mortecina y titilante de su pequeño faro, comenzaba a pedalear hacia casa. Todavía adelantaba a Luis, el ordinario que, cansado pero servicial, seguía atendiendo a sus parroquianos mientras empujaba su carricoche con garbo. Llevaba seguramente en él múltiples ilusiones y deseos: una película del oeste para el cine del tío Boni, una medicina urgente o unas cremalleras especiales compradas en Pontejos...

Luis "el ordinario" (recadero diario a Madrid) (ilustración de Santiago Almarza)


Detrás de Luis, y del chaval, y de su bici, quedaba la estación sumida en la noche. Recobraría otra vez la vida al rayar el día… pero ya tenía la vaga sensación de que para mí, y para otros muchos, y para las locomotoras de vapor, aquel tiempo pasaría pronto y sólo quedaría el recuerdo y la nostalgia. Ese recuerdo y esa nostalgia, junto con un profundo sentimiento de gratitud, permanecen para siempre en mi corazón.

martes, 19 de agosto de 2014

Un día de principios de los sesenta en la estación de Santa Cruz (IV): el tren de las cinco y veinte

 En  entradas anteriores hemos recordado al “tren de las nueve” , al de las “once menos cuarto” y al de la “una menos veinte”. Acabada la mañana, el primer tren de la tarde era el de las “cinco y veinte”.


Si en el capítulo anterior recordaba la “eternidad” del tren de la una menos veinte, no menos “eternidad” arrastraba su gemelo, el tren de las cinco y veinte…que podía ser él de las seis menos veinte…o él de las seis y media…o él de las siete menos cuarto, tan irregular era su horario.

Tras el paso sobre la una del mediodía del Talgo de Valencia, al que me refería en el relato anterior, la estación quedaba sumida en un largo periodo de calma que duraba normalmente hasta las cinco de la tarde, salvo que hiciera acto de presencia en ese intervalo algún tren de mercancías, lo que no era muy frecuente. Los andenes estaban desiertos y dentro del edificio de la estación reinaba la calma sólo interrumpida circunstancialmente por alguien que venía a recoger alguna mercancía o a enterarse del horario de algún tren. En invierno, el ambiente triste y gris envolvía todo en un halo de soledad; a veces el viento, al soplar entre los cables del teléfono, producía sonidos oscuros y penetrantes que acrecentaban la sensación de desamparo. En verano, el sol caía a plomo sobre los railes, lo que provocaba reflejos acerados mezclados con los tenues espejismos provocados por el aire que se calentaba junto al suelo. Junto a todo ello, el canto de las chicharras contribuía a una sensación de vida en pausa sólo interrumpida de vez en cuando por el ruido lejano y cansino de algún tractor. Yo permanecía ahora en mi casa, aunque sin apartar mucho la vista de la ventana por la que, a lo lejos se veía la vía, cruzando por encima del camino del Pontón.

Entre las tres y las tres y media, aunque lejos de Santa Cruz, nuevos trenes empezaban a formarse o a moverse. En el anden principal de la estación de Atocha en Madrid, aparecía de nuevo la imagen magnífica del Talgo II que iba a efectuar su segundo servicio del día hacia Valencia por Cuenca.

El Talgo II en la estación de Atocha de Madrid, dispuesto a efectuar su servicio (foto de autor desconocido)
 En Aranjuez, la también magnífica, aunque ya algo achacosa, locomotora 1700 que había llegado poco antes arrastrando al tren de la una menos veinte de Santa Cruz, esperaba haciendo vapor la llegada del tren Madrid-Toledo.  De él se separarían dos coches costa que, junto con la 1700 y un número indeterminado de vagones de mercancías, formarían el “mixto” Aranjuez-Cuenca, que, para Santa Cruz, sería el mixto de las cinco y veinte.

Viajar en el mixto de las cinco y veinte era toda una aventura y sólo convenía emprenderla si no había mas remedio o los horarios no permitían otra cosa. Los pocos santacruceros que lo utilizaban eran algunos que habían ido por la mañana a Madrid o a Toledo y habiendo acabado pronto sus asuntos se les hacía demasiado esperar hasta el tren de las nueve de la noche. Pero, para mí, cuando en mis frecuentes viajes familiares entre Toledo y Santa Cruz tenía que viajar en ese tren, esa aventura se convertía en una experiencia fascinante.

Todo comenzaba con las maniobras de la 1700 en la estación de Aranjuez. La locomotora iba y venía de una vía a otra, recogiendo los distintos vagones de mercancías y por supuesto los dos coches de viajeros, que siempre iban justo detrás de la ella y del furgón de equipajes. Esta tarea duraba un tiempo indeterminado dado lo variable del número de vagones de mercancías que podían integrar el tren. Tras finalizar esta tarea a la que el chaval asistía fascinado, la locomotora avivaba el fuego con el fin de generar gran cantidad de vapor y así  poder coronar con éxito la cuesta de Ontígola, una subida de quince o veinte kilómetros desde poco mas allá de la estación de Aranjuez hasta la de Ocaña. En principio un repecho de este tipo no hubiera constituido ningún problema para una 1700, una locomotora que fue orgullo e insignia de la compañía MZA, pero que ya, con cuarenta años a sus espaldas, sí constituía un cierto reto para ella.

Entre unas cosas y otras se hacían las tres y media y, si no había surgido ningún inconveniente, el tren se ponía en marcha. Tras pasar por los complicados cruces y agujas de la estación de Aranjuez, tomaba la vía situada mas a izquierda que era la correspondiente a la línea de Cuenca. Hasta llegar a la estación de Ontígola la cuesta no era excesiva y la locomotora iba con potencia suficiente y buen ritmo. Tras la parada en esa estación en la que normalmente no se hacían maniobras aunque la detención era obligatoria, empezaba la lucha. La arrancada en cuesta, sobre todo si el tren llevaba bastantes vagones de mercancías, significaba un buen gasto de energía y por tanto de vapor para la locomotora. Ello obligaba al fogonero a avivar el fuego mediante grandes y contínuas paletadas de carbón desde el tender al hogar. A su vez el maquinista tenía que ser muy cuidadoso con la conducción para aprovechar muy bien el uso del vapor que se producía en la caldera. Todo ello se traducía normalmente en la salida de un intenso humo negro por la chimenea acompañado por partículas de carbón no del todo quemado, la llamada “carbonilla”, así como en un tremendo espectáculo de chispas, chirridos y resoplidos.

Naturalmente no podía perderme el espectáculo. Casi con medio cuerpo fuera de la ventanilla asistía al mismo en arrobo casi extático. Aprovechaba las curvas a favor para observar el cansino y lento movimiento de las bielas transmitiendo desde los cilindros a las ruedas la fuerza expansiva del vapor… al tiempo que la carbonilla aprovechaba para tiznar su cara y meterse en sus ojos…¡pero qué importaba!

Normalmente el tren subía cansinamente hasta Ocaña sin detenerse, pero algunas veces, bien fuera por el excesivo peso o por el estado de la locomotora, el tren tenía que pararse en plena cuesta, echar el freno y volver a hacer vapor hasta alcanzar la presión suficiente que le permitiera continuar. Ya definitivamente en la estación, y tras llenar el tender de agua, solían empezar las maniobras mientras el fogonero se bajaba un momento para rellenar el botijo en la cantina…

Las maniobras podían durar poco o mucho y el tren comenzaba a acumular retraso sobre el horario oficial al que podía sumarse al generado en la trabajosa subida de la cuesta. Si la cosa iba para largo, también algunos viajeros se apeaban para estirar las piernas o pasar a su vez por la cantina. Mientras tanto, mi cara, casi tan negra como la del fogonero, era observada con horror por mis padres, que trataban de limpiarla con lo que hubiera a mano mientras musitaban por lo bajo algo que sonaba como “¡… manía con la dichosa ventanilla!”

El tren de las cinco y veinte entre Villarrubia y Santa Cruz (ilustración de Santiago Almarza)

Acabadas las tareas de Ocaña, el tren continuaba, ya prácticamente llaneando, y por tanto con la 1700 mucho mas alegre, hacia Noblejas y Villarrubia. En estas estaciones las maniobras eran menos frecuentes que en Ocaña pero también se hacían, sobre todo para dejar o tomar vagones foudre de transporte de vinos. En cualquier caso, lo normal era que el retraso se fuera acumulando y que la llegada  a Santa Cruz, salvo algún día en que el tren no llevara mercancías, se produjera mas tarde de lo previsto.

En la estación de Santa Cruz la aventura para mí finalizaba… pero empezaba para algún osado santacrucero que pretendía hacer un viaje muy rápido a Tarancón, normalmente para llevar o traer algún paquete y volver en el siguiente  tren, el correo de Valencia, que salía  de allí a las seis y veinte.  Si no había mucho retraso se podía disponer de treinta o cuarenta minutos, lo que podía ser suficiente para un recado de ese tipo. Pero, con el retraso, el riesgo de la aventura aumentaba e incluía la posibilidad de tener que quedarse en Tarancón. Por eso, cuando a eso de las cinco o cinco y diez, el aventurero llegaba a la estación lo primero era dirigirse al jefe de la  estación y preguntarle ¿Con cuanto viene?


Y muchas veces yo veía como el aventurero ponía un gesto de desolación y se volvía hacía el pueblo.

lunes, 11 de agosto de 2014

Un día de principios de los 60 en la estación de Santa Cruz (III): El tren de la una menos veinte

 Tras recordar en entradas anteriores al “tren de las nueve” y al “correo de Valencia” de las once menos cuarto a su paso por Santa Cruz de la Zarza, nos sumergimos ahora en la “eternidad” de “el tren de la una menos veinte”


A media mañana, la estación estaba muy tranquila y el andén permanecía desierto. Podía ser que hacia las doce y veinte sonara la campana del jefe de estación avisando de la salida de Tarancón del tren de la una menos veinte. Sólo “podía” porque, así como el tren de las nueve y el de las once llegaban normalmente a su hora, éste otro era todo lentitud y parsimonia…casi sin hora, casi sin tiempo…

El tren de la una menos veinte – que también se conocía más genéricamente en Santa Cruz como “el tren de las doce”- salía de Cuenca con dirección a Aranjuez a eso de las nueve y media de la mañana. Era un tren mixto formado siempre por una locomotora 1700, -quizás la mejor que tuvo la compañía MZA aunque ya venida a menos-, un furgón de equipajes, dos coches “costas” – o de “balconcillos”- de tercera clase y un número variable de vagones de mercancías. El viaje transcurría con mucha calma porque llegaba a Tarancón (a unos 100 Km. de Cuenca) hacia las doce de la mañana. En las estaciones intermedias se hacían generalmente las correspondientes maniobras para tomar o dejar vagones y se efectuaba el cruce con el correo Madrid – Valencia en su camino hacia Cuenca.


Curiosamente, en esta imagen aparecen todos los elementos constitutivos del "tren de las doce": Locomotora 1700, coches "costa" y vagones de mercancías. Está tomada en la estación de Delicias antes de acondicionarse como Museo.

Una vez en Tarancón, y hechas en su caso las maniobras correspondientes, salía hacia Santa Cruz. Sí lo hacía a las doce y veinte, su hora oficial, era una  coincidencia. Por esa razón, algunas personas de Santa Cruz que se habían desplazado a Tarancón en el correo de Valencia pensando en volver en el mixto, a veces lo perdían, dada la confianza en que con un poco de suerte no saldría a su hora. Recuerdo como algunas veces tuve que correr con algún familiar por la calle de Tarancón que conducía a la estación viendo al tren parado ya en ella,  sin saber si llegaríamos  y temiendo que en cualquier momento el silbato de la 1700 anunciara la salida antes de lograrlo.

La salida de Tarancón era anunciada en la estación de Santa Cruz, al igual que para el resto de los trenes, por el toque de campana efectuado por el jefe de estación o por el factor. A partir de ese momento, y durante la espera de unos veinte minutos, yo miraba al horizonte intentando divisar antes que nadie el penacho de humo de la 1700. Al fin llegaba ésta, toda majestuosa, haciendo normalmente unas entradas en la estación más tranquilas que las de las Mikado de los correos y semidirectos, que siempre parecían llegar muy atareadas y con muchas más prisas.

Normalmente el “mixto” no retrasaba mucho su salida de Santa Cruz. Si todo iba bien, partía para Villarrubia hacia la una menos veinte con una bastante baja ocupación de sus “costas”. Los viajeros solían hacer trayectos de dos o tres estaciones, llegaban rara vez hasta Madrid, o se apeaban en Aranjuez desde donde, mediante el correspondiente transbordo, seguirían a Toledo. Por supuesto el tiempo para efectuar éste estaba generosamente calculado porque podía haber maniobras en las estaciones intermedias y entonces... Pero bueno, en general, se llegaba a Aranjuez sobre las dos menos cuarto y quedaba más de una hora para irse a la cantina y comer tranquilamente hasta la salida del tren para Toledo.

Mientras tanto, el “mixto” moría. La 1700 era desenganchada y, aunque creo que alguna vez seguía a Madrid con el tren de Toledo, se la daba la vuelta en la placa para a las tres y media encabezar el mixto de retorno Aranjuez-Cuenca, al que en Santa Cruz se conocía como “el tren de las cinco”. Los dos “costas” se unían a otros dos coches del mismo tipo procedentes de Toledo y seguían juntos hacia Madrid conducidos normalmente por la locomotora proveniente de Toledo que era de menor potencia y envergadura que la 1700.

Tras la marcha del tren, yo me quedaba sólo en la estación con mi bici. Pedaleaba lentamente hacia el muelle y la báscula de vagones desde donde se contemplaba un panorama más amplio, porque quería que la siguiente visión me durara lo más posible. Hacia la una y diez, algo así como una sirena de barco sonaba hacia la parte de Tarancón. Poco después, elegante y majestuoso, el Talgo II que venía de Valencia, asomaba su frontal blanco y rojo por la curva del paso a nivel y con nuevos toques de sirena pasaba raudo por la estación. 


El Talgo II Valencia-Madrid, pasa por la estación de Santa Cruz (Ilustración de Santiago Almarza)

Era ya hora de comer. La estación quedaba desierta y en pleno silencio salvo el canto de las chicharras que venía del otro lado de la vía. El olor a la brea de las traviesas, reblandecida por el sol impregnaba el ambiente. Me marchaba a casa… Tras la siesta, los trenes volverían. Y yo también.